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El “problema de marca” del liberalismo

(El rostro del liberalismo)

El liberalismo es una etiqueta política que se ha convertido en un insulto personal.

La naturaleza social de las personas hace que una doctrina cuyo centro sean las libertades individuales siempre termine siendo vista como mezquina y peligrosa, como un  arrebato de adolescencia que debe ser superado para alcanzar la madurez. Y -autodenominándome yo como liberal- me he ido dando cuenta de que las personas que piensan así, tienen muy buenas razones para hacerlo.

La mente humana funciona a partir de heurísticos (procesos rápidos de comprensión y solución de problemas que no garantizan un resultado óptimo, pero sí un resultado a tiempo) y usarlos hace que frecuentemente tengamos opiniones erradas. Pero la alternativa, es decir, tener que pensar de manera lógica y racional sobre cada aspecto de nuestras vidas, no está a nuestro alcance, así que los heurísticos han funcionado muy bien para el común del género humano y seguirán siendo nuestra principal herramienta para pensar y decidir.

Ahora bien, ¿a qué tipo de conclusiones sobre alguien permite llegar el pensamiento heurístico si describimos a alguien que defiende la libertad individual por encima de todo? ¿si te digo que imagines a una persona así, a quién imaginarías?

La imagen que acompaña a esta entrada fue mi propia respuesta. Y soy liberal.

Imagino respuestas similares en el común de la gente: personajes egocéntricos, usureros y miserables como Caledon Hockley, en Titanic.

Es mucho más fácil abogar por otros valores que no sean la libertad individual. El Che Guevara y Chávez tienen mercadería a pesar de ser asesinos, puesto que abogaron por los pobres. Tatuajes de esvásticas (y mucha más mercancía, si no fuese por las prohibiciones expresas) abundan en las pieles de quienes admiran a Hitler como un personaje que abogó por la supremacía de su pueblo, a pesar de idear y llevar a cabo el genocidio más atroz de la historia. Gorras rojas con el lema de “Make America Great Again” afloraron  en toda Norteamérica a favor de un hombre que aboga por el orgullo nacional, a pesar de tener más bancarrotas y ruinas personales dejadas a su paso que cualquier otro candidato presidencial anterior.

No hay mercadería de Hayek. Ni de Adam Smith. Ni siquiera de Thomas Jefferson, aún habiendo sido presidente de los EEUU. El liberalismo no da rating, porque todo el mundo quiere decirle a los demás cómo vivir. Pero esto se debe (entre otras cosas) a que el discurso liberal se ha centrado en “vender” la libertad individual como una pura obtención de beneficios, cuando la historia de las victorias liberales tiene mucho más que ver con los momentos en que la libertad individual se ha utilizado para liberar a otros. No convences a una madre de que una política liberal es buena porque le permitirá a otros poder ejercer influencia sobre su hijo, pero sí podrías ganar su atención si le dices que un mundo libre es aquel donde ella puede escoger criarlo como mejor le parezca sin que el estado la obligue a formarlo en contra de sus valores familiares.

La lucha política se ha centrado en dividirnos entre “izquierdas y derechas”, “socialistas o capitalistas”, “revolucionarios o reaccionarios”, en fin, entre distintos tipos de recetas para aplicarle al modo de vida del otro. Cada una de esas divisiones promete que la solución a los problemas del mundo sería sencilla si “los otros” se convencieran de que mi receta para vivir es la correcta. A diferencia de estas dicotomías, el liberalismo dice: “tu receta te sirve a ti, mi receta me sirve a mi, vamos a crear un mundo donde cada quien sea libre de vivir como quiere”.

La mala noticia es que es un mensaje en minoría.

La buena noticia es que es un mensaje al que le ha llegado su momento de crecer.

La posibilidad de conexión que dan las nuevas tecnologías (como las redes sociales) para potenciar viejos y hermosos hábitos (como la conversación entre seres humanos, y no entre “tribus”) va a permitir que cada persona comience un proceso personal de entendimiento de cómo funciona un estado. Cualquier estado. Y el resultado será de indignación.

Ese será el momento más peligroso: cuando la decepción por la tendencia de la burocracia estatal a protegerse a sí misma (y no a los votantes) quede desnudada por una masa crítica de personas en las democracias del mundo. Será el momento más peligroso porque allí los ciudadanos tendrán que decidir entre dos opciones: elegir voluntariamente un “jefe de tribu” que ejerza venganza sobre la burocracia (la vuelta al autoritarismo) o elegir voluntariamente un mundo más libre, pero menos ordenado, con más variabilidad, y con personas que tendrán la libertad de vivir su vida de manera distinta a la suya (la victoria liberal).

El liberalismo sólo podrá hacerle frente a la avalancha de autoritarismo que se cierne sobre el mundo, con un discurso más claro y más coherente que la trillada frase: “cada persona es responsable de su propio desarrollo” y demás frases que han llevado a que el liberalismo sea percibido con las características de invididualismo narcisista conversadas al principio de este escrito. Ser libre no se trata de ser mezquino. Ser libre se trata de ser mezquino si te da la gana, (y asumir las consecuencias sociales de ésto) pero también de ser altruista si te da la gana, asociándote en libertad en todas las formas que quieras, para que el mundo deje atrás -cada vez más- la opresión por parte de cualquier poder que no sea tu propia libertad.

Es cierto que la tendencia tribal al patriarcado y a la centralización que “pone orden” es fuerte en el género humano. Pero también es cierto que hemos aprendido a leer, a revisar nuestra propia historia, y a rebelarnos contra lo que nos oprime.

Llegó el momento de dejar en claro que el liberalismo también es solidaridad. Solidaridad reflexionada, voluntaria, y hermosamente humana. Como dijo John F. Kennedy en su discurso inaugural en la presidencia de EEUU, 2 años antes de ser asesinado: “si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos que son pobres, tampoco podrá salvar a los pocos que son ricos”.

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